Zenón
no se conformó con dejar que su mano acariciara la corriente. Lentamente dio un
paso dentro del agua, otro, avanzó hasta el centro del cauce, se introdujo en
él.
Hasta
ese momento había estado observando el paso de la historia desde el otro lado,
desde el elemento “tierra”, desde la lejanía de un promontorio seguro y a la
vez estático. Pero la historia pertenecía al elemento “agua”, era dinámica e
insegura, y él quería participar de ella con absoluta plenitud.
Examinó
en su mente la visión inversa: pertenecer al planeta agua significaba sumergirse y estar así conectado de manera simultánea con
las fuentes, con las desembocaduras, con los océanos, entre mareas, golfos,
corrientes, cauces, fondos abisales, crestas espumeantes… circular sin descanso,
dar vida sin desfallecer, devenir sin dejar de ser.
Mientras
se dejaba flotar, mecer por la corriente, sintió nítidamente reveladoras manifestaciones
en modo pretérito y presintió, sin duda,
emocionantes fulguraciones del porvenir. Porque el continente al que pertenecía
era sangre de su sangre, la simbiosis aceleraba su pertenencia a un tiempo
indeterminado que sólo era presente y, sin embargo, era todo lo contrario al
presente.
Tal era
la tentación de desnacer, sintiéndose de nuevo en aquel fundamento amniótico, que
alargó su mano desde el interior del fluido y palpó claramente la membrana que le separaba ya del
mundo del que provenía. Las visiones del pasado y del futuro fueron cada vez más
intensas, le atravesaban sin dificultad, le poseían. Ralentizaban el pulso del
acontecer, del respirar, del concebir.
Se
detuvo. Espiró lentamente el hálito residual y con él todo aquello que había
sido. Y en ese confortable tránsito comprendió, sin albergar ninguna duda, que estaba profundamente comprometido, que era amado sin
reservas, que deseaba pertenecer.
Y así
fue cómo Zenón volvió a nacer ante mis ojos. Así fue cómo me fue concedido el
reingreso en la paternidad con plenitud de conciencia.