sábado, 4 de febrero de 2012

UNA FOTOGRAFÍA

            La mañana es extraordinariamente fría. El albor avanza en compañía de cantos y despertares entre los bosques aledaños. Emilio prepara el desayuno. Habituado a la soledad, la compañía de Jean Jacques ha estimulado en su espíritu la necesidad de profesar todo tipo de atenciones a su amigo. Y Jean Jacques, que lo escucha, logra incorporarse por fin con cierta dificultad.
            “Hace tanto tiempo que soy anciano que no recuerdo ya lo que era sentirse ágil y despierto, ni tampoco despreocupado y feliz”, piensa el maestro. Pero ama su condición y desea la compañía del pupilo, por lo que halla la manera de regresar una vez más al presente.

            J.J.- Te veo involucrado en tu tarea, Emilio.
            E.-  Buenos días, Jean Jacques.
            J.J.- Buenos días. Estoy impresionado por la opulencia de tu hospitalidad.
            E.- ¿Un café y unas tostadas? ¿Algo de fruta? ¿Acaso habéis sufrido necesidad en estos días?
            J.J.- No, amigo, no le des más importancia. Hace una eternidad que practico la mayor de las frugalidades y anoche fui mucho más allá de lo que es mi costumbre.
            E.- Pero si sólo tomasteis  una copa de vino y media libra de queso con un mendrugo de pan. Ahora comprendo vuestra escuálida figura, aunque debo reconocer que alguna virtud esconde esa frugalidad vuestra porque mostráis una excelente salud.
            J.J- Es cierto. He oído decir acertadamente en estos días que menos es más.
            E.- No puedo estar más de acuerdo. Pero convendréis conmigo que no puede haber algo más allá de la nada, de modo que el no comer es camino que os conduce a un seguro deterioro.
            J.J.- Pasemos a la mesa, pues.

            Emilio había adquirido el hábito de escuchar algún informativo matinal a través de la radio. Le sorprendía la naturalidad con la que uno se acostumbraba a creaciones desconocidas que implican mutaciones radicales en el devenir de las relaciones humanas. Ahora, sin estar acompañado, una voz, la de un desconocido, le abrazaba desde cientos de kilómetros de distancia. El problema es que nadie atiende a sus ingeniosos comentarios en la cocina y comienza a desinteresarse por esta clase de compañía. Otro detalle no menos importante le empuja hacia nuevas opciones: tiene la sensación de que siempre escucha las mismas noticias y de que todo ello no es más que un dictado. Por todo ello ofrece a Jean Jacques disfrutar de un poco de música.

            E.- ¿Qué preferís, maestro? Vos albergáis uno de los espíritus musicales más completos que he conocido y dudo que  halláis desaprovechado la ocasión de conocer lo que haya podido acontecer en la música de todos estos siglos.
            J.J.- No he desaprovechado ni un solo día. Todavía doy gracias a todas horas de disponer de este maravilloso don que nos permite escuchar grabaciones extraordinarias a nuestro antojo. Harían falta varias vidas para poder disfrutar de todo ello y otras tantas para comprenderlo y analizarlo.
            E.- Así, pues, ¿qué deseáis escuchar?
            J.J.- Hoy algo más cercano

            Y extrae de todos aquellos discos una grabación de hermosas sonatas del viejo Johann Sebastian.
            Pero Emilio desea recuperar el hilo de la conversación en aquel punto en que la noche impuso la fatiga. No había dormido bien. El recuerdo de la preocupación que dejara entrever el rostro y las palabras de su maestro traicionaba su silencio. Jean Jacques toma un sorbo de café sin perder de vista el taciturno semblante de su alumno.

            J.J.- Todavía piensas en mis palabras de ayer.
            E.- Ha sido un hondo pesar toda la noche.
            J.J.- No pierdas la esperanza. Hay razones para ello.
            E.- Hablad, por favor.
            J.J. Es simple y a un tiempo desafiante.
            E.- Me tenéis en ascuas.
            J.J.- Te dije que no comprendía qué podía ser tan importante para que nuestro destino regresara a rodar por este mundo. Te dije que al fin había comprendido. Te confié que esto me preocupaba ahora más.
            E.- Así es, pero ¿por qué?
            J.J.- Porque tenemos que encontrar a alguien.
            E.- ¿A quién?
            J.J.- Es largo de explicar. Incluso necesito para ello algunas aclaraciones que sólo tú puedes darme.
            E.- No puedo imaginar de qué se trata pero, creedme, contáis con toda mi complicidad.
            J.J.- Hace unos días llegó una fotografía a mí por correo postal. En ella se dibuja la silueta de una mujer y un niño. La calidad de la imagen no permite adivinar de quién se trata, pero tengo un presentimiento, Emilio y quiero que la veas.
           
            Jean Jacques extrae de un sobre la imagen y la coloca sobre la mesa, al alcance de Emilio. Éste se apresura a cogerla y observar. Pero no es necesario demasiado tiempo para que una expresión conmovida confirme las sospechas del maestro.

            E.- ¡Es Sofía!
            J.J.- Eso creo yo también.

            ¿Pero el niño? Ninguno de los dos se atreve todavía a comentarlo. Tan sólo hay un indicio más y no en la fotografía. Jean Jacques acerca el sobre a su discípulo dándole la vuelta para mostrar el remite.

            J.J.- ¿Sabes quién puede ser?
            E.- ¡Dios mío! Era el nombre que íbamos a ponerle a nuestro primogénito.

            Observa de nuevo la imagen, entrañable, hermosa, esperanzadora. Ahora lo sabe. En alguna parte les espera la explicación, el sentido, tal vez una misión, un porvenir. No hay que perder tiempo. Hay que dignificar cada momento, cada movimiento. Hay que celebrar la vida. Más allá del oscuro túnel del ayer esperan cogidos de la mano Sofía y Zenón, Zenón y Sofía.