Sé que te lo prometí, Zenón, no más tristeza.
Hemos tenido suerte y no quiero olvidarlo ahora que todo alrededor parece que se desmorona. Tu padre estaría orgulloso de ti, el adalid del nuevo Humanismo, el muchacho de inquebrantable fe en el presente. Todos los días recuerdo su bondad, pero queda tan lejos. Tienes los mismos ojos de inconformismo que vi en él la primera vez, cuando nos visitó con el maestro Rousseau. Mis padres le seguían el juego; nosotros nos escrutábamos insaciablemente.
Estaba cansada. Y hace unos meses me permití algo parecido a tirar un mensaje en una botella al mar: envié una carta a la vieja dirección de L’Ermitage, junto al bosque de Montmerency. En ella incluí recuerdos hermosos de nuestra vida juntos. Era como mandarlos de vuelta a casa. Quería mantener las esperanzas de que pudiera haber alguien más, de que no estábamos solos en nuestra travesía.
No cabía esperar respuesta, ya que la casa dejó de existir hace mucho tiempo. Pero la hubo. Comenzaron a llegar notas con citas del maestro, citas de “Emilio”, aquel hermoso libro que Jean Jacques dedicó a tu padre, o más bien a cómo fue forjando su educación. Unas veces llegaban a través del correo postal, otras a través de mensajes al móvil, por correo electrónico, incluso una vez lo encontré escrito en la pizarra de clase.
Y todo esto me desconcierta profundamente. ¿Quién está jugando conmigo, con nosotros? Todo quedaba tan lejos, que ahora tengo miedo, miedo de encontrarme con algo que ya había dado por muerto.
Zenón, hijo mío, ¿qué puedo hacer? ¿Qué quieres que haga? Los días pasan ahora más despacio. Hace dos semanas que no recibo ningún mensaje. Me preguntas por mi melancolía; ahora ya sabes de qué se trata. Es tan grande mi deuda de amor, mi compromiso, que acepté cambiarlo todo por construir un futuro posible y no puedo creer que hayamos fracasado.
Tal vez sea hora de rendir cuentas.