El plan era sencillo: encontrar a Sofía.
Sofía era la respuesta y a la vez el problema. Las pruebas apuntaban a un comienzo: el lugar desde donde se realizaban los envíos a Jean Jacques; los lugares, en realidad, porque se trataba de varias estafetas de correos no muy distantes entre sí y situadas no demasiado lejos del refugio temporal de Emilio en la montaña.
Se trataba de viajar despacio, a pie, recogiendo toda la información posible en el tránsito, aunque a veces fuera información irrelevante para el caso.
Así fue cómo se cruzaron con el pastor, un lugareño de mediana edad que preparaba unos pesebres para sus bestias y que tras los saludos de cortesía inquirió a nuestros viajeros sin rodeos.
P.- ¿Qué les trae a ustedes por aquí?
E.- Buscamos a unos familiares con los que perdimos contacto hace mucho tiempo. Son un muchacho y su madre. Algunos indicios apuntan a que podrían estar por aquí.
P.- Yo veo a poca gente, no recuerdo haber visto a una mujer forastera con su hijo, como me describís, pero sí recuerdo un muchacho que estuvo hasta el último verano trabajando en la central eléctrica. No recuerdo su nombre, pero sí recuerdo que era un chico de trato agradable, muy educado y atento.
Era algo más de mediodía. El sol bañaba generosamente los cultivos y era una bendición recibir su energía. El pastor cogió su zurrón y les ofreció compartir la comida a lo cual accedieron humildemente tras varios intentos inútiles de negarse. Y como no hay zurrón sin bota de vino, al cabo de unos tragos la elocuencia fue venciendo a la timidez y aquel extraño personaje demostró más perspicacia de la que cabía aventurar.
P.- No crean que la soledad es pariente de la ignorancia, amigos. He visto tantas cosas inexplicables que, por fuerza, tuve que aligerar incertidumbre creando mi propia interpretación de todo aquello, a falta de maestros que guiaran mi entendimiento.
J.J.- En el fondo, no hay mejor maestro que aquel que conduce al discípulo para que éste haga por sí solo todo descubrimiento deseable. Puede que lo más necesario para ello sea precisamente la soledad. Pero siga, por favor, creo entender en sus palabras que ha desarrollado una interpretación propia de algunas de las cuestiones que todos nos planteamos.
P.- Así es, no tuve más remedio. Lo primero que me planteé en mi juventud fue si la enseñanza de nuestro párroco -a quien tuve ocasión de tratar con más frecuencia de la deseada- se ajustaba a mi experiencia con los elementos.
E.- Interesante modo de plantearlo. ¿Cuál fue su conclusión?
P.- Pues créanme, amigos, por más vueltas que le di, no me cuadraba que hubiera un dios y un universo separados. El mundo se me antoja indivisible y divino por un igual. Una parte no podía crear a la otra, necesitaba una explicación más coherente.
J.J.- ¿Y cómo resolvió seguir?
P.- Leyendo. Leyendo mucho. Algunos libros que fue dejándome el maestro me iluminaron al respecto. Leí sobre el universo, sobre cómo pudo nacer y comprendí el significado del Big Bang, comprendí con una satisfacción que no puedo llegaros a explicar que Dios somos todos, que todo son fragmentos de un Dios que fue y que, por algún inexplicable misterio, decidió disgregarse un día para nacer de nuevo.
E.- ¡Sorprendente!
La animada conversación proseguía sin dejar de prestar atención a longanizas, pan y queso. Jean Jacques gozaba intensamente del verbo generoso del pastor. Emilio sujetaba trabajosamente los desvaríos de su inteligencia maltrecha por los efectos del tinto bien curado que tomaban, pero no por ello había dejado de pensar en el muchacho de la central eléctrica y en continuar la búsqueda cuanto antes, tirando de ese hilo tan prometedor.