He
tenido ocasión de conocer a fondo las inquietudes de Zenón. No son tiempos
fáciles para quienes tienen entre veinte y veinticinco años. Buscan, descubren,
reconocen, asimilan, pero hay demasiadas preguntas sin respuesta que van a
acompañarle toda su vida y serán inevitablemente una pátina permanente para sus
reflexiones.
He
recordado, al compartir con él conversación, detalles de mi propia infancia que
yo creía que se habían desvanecido. Resulta entrañable reconocer un estado
primigenio. Aparece ceñido a una canción, a un aroma, a un determinado grado de
luz de la mañana. Rememoran la propia genealogía de nuestros sentimientos, unos
códigos secretos, inconquistables para la conciencia, que tan pronto provocan
un límpido estado de felicidad, como un estallido interno de tristeza.
Es
incontrolable. Es indescifrable. Dibuja con absoluta exactitud quiénes somos y
quiénes quisimos ser sin conseguirlo, porque una de las señas de identidad que
queda más indefectiblemente prendida a esa memoria profunda son las ilusiones
clausuradas, los anhelos que no llegaron a consumarse o el reconocimiento
clarividente de estadios de felicidad que nunca pudimos alcanzar.
No
busquéis consuelo para ello cuando os suceda: dejadlo fluir. No lograréis
encontrar el origen; está más atrás de todo aquello que podáis recordar o
reconocer. Se esconde a la conciencia y es bueno que así sea. Porque cuando se
manifiesta hace que comprendamos fugazmente nuestra esencia.
Yo
no pude vestir la infancia de mi hijo con referentes seguros, pero Sofía lo
hizo por mí. ¿Hay algo más delicado y más valioso que cada uno de los minutos
que puedas vivir con un menudo infante creciente? No tendremos nunca, en el
resto de nuestros días, un trabajo más trascendental
y de más alta precisión. Aunque para ello debamos ser siempre unos
principiantes atormentados por las dudas, frágiles como la tarea que se nos
encomienda. No podría ser de otra manera.
Sé
que no es fácil entender lo que quiero decir. A menudo hemos hablado Jean
Jacques y yo de ello. A su entender, solamente los creadores de arte en
cualquiera de sus manifestaciones tienen la virtud de saber conectar con esa
fuente de los sentimientos, con el principio, con la simplicidad. A mi entender
no hay lenguaje más exacto para esa conexión que la música. Y ambos sabemos que
la verdad habita cómodamente en esos dominios.