sábado, 14 de julio de 2012

LA ÚLTIMA ALDEA


            La búsqueda resultaba cada día más dolorosa. Estábamos a punto de atravesar la línea, instalarnos en el fracaso y detener todo tipo de motor de esperanza. Atravesamos un viejo puente para llegar a la pequeña aldea que veníamos divisando desde el otro lado del valle. Y en ella nos detuvimos a esperar el correo para regresar a la ciudad.
            En el lugar sólo había una antigua fonda. Jean Jacques y yo nos miramos con resignación y nos dejamos atrapar por aromas de despensa bien curada. Tomamos asiento dejando caer y reposar todo el peso de la fatiga y así nuestras miradas fueron cayendo también. Hablar resultaba penosamente complicado; las palabras justas para pedir algo caliente.
            No encontraremos a Sofía, pensaba yo, mientras Jean Jacques pareció adivinar mi pesadumbre. Quería hablarme, serenar mi ánimo. Me tomaba de nuevo el pulso con su mirada (siempre lo hacía y reservaba algunas palabras bienintencionadas, precisas, alentadoras, palabras que hoy no venían en nuestro auxilio). Sólo se oyó cómo el propietario nos interpelaba.

-          ¿Les importa que ponga la radio?

Había tanto vacío, la profunda pesadez de un súbito vacío. ¿Por qué no? Le
dimos nuestras bendiciones y procedió. Un locutor de voz grave notificaba sucesos sin solución de continuidad. De cuando en cuando algún político local repetía las mismas frases y las puntuaba con breves silencios supuestamente reveladores. El rumor se hizo familiar sin dificultad y así nos permitió negociar una valiosa tregua con nuestro vulnerable ánimo.
            Era tal el cansancio acumulado en nuestros días de peregrinación que, a pesar de la tristeza, no resultaba intolerable saciar el hambre. En otras circunstancias la desolación anula el apetito, pero el instinto gobierna nuestros pasos más allá de la conciencia. En ello estábamos cuando aquella sosegada y reverberante voz dio paso a un nuevo programa. El informativo había acabado.
            En esos últimos meses había conocido tantas cosas, había aprehendido tanto. Una de las maravillas sin duda más estimulantes era poder escuchar grabaciones musicales de una extraordinaria calidad y en un número ilimitado. Tantos estilos desconocidos, tantos compositores,… imposible agotar esta continua fascinación. Gracias a ello reconocí la sintonía de entrada del programa que comenzaba y, si no hay mucha gente que conozca el Tehillim de Steve Reich, menos aún es escucharlo en tales circunstancias. Quizá por eso no advertí el nombre del programa, por eso o porque la voz de la locutora me resultó familiar… Sin que pudiera despegar los labios, mi viejo profesor habló por ambos entusiasmado.

-          ¡Es Sofía, Emilio! ¡Es Sofía!

            El correo estaba resultando desesperante. Paraba en pueblos, aldeas, barrios, pedanías, caseríos, solitarias paradas en medio de ninguna parte. Parecía que no íbamos a llegar nunca. Aun así, estábamos a unos cuarenta kilómetros de la capital cuando Jean Jacques sacó del bolsillo de su chaqueta una pequeña libreta: era el cuaderno de Zenón.

-          ¿Recuerdas aquella cita?
-          Una vida que cursa como un río. El río trisca montaña abajo, luego se remansa y llega a un punto en que acaba, el punto en que se nota la sal.
-          Creo que ahora me toca a mí.
-          No, maestro, precisamente ahora es cuando más os necesito. ¿Cómo explicarle a Sofía todo lo que ha ocurrido? ¿Cómo iniciar a Zenón si no estáis a mi lado?
-          Aún me quedan fuerzas para llegar a su encuentro, pero no para volver a profesar junto a Zenón. ¿Cómo piensas que pueda armonizarse  a un hijo de estos tiempos con todo el universo de lo sensible? Este mundo es un tormento de experiencias virtuales, desnaturalización y absoluta carencia de compromiso. No lo soporto más, Emilio.
-          Yo también huelo la sal, Jean Jacques, la que altera mi sosiego habitual. No puedo negaros que ardo en deseo, en ilusión y no permitiré que seáis mar sin desbordaros anegando ese infortunado mundo del que habláis, con vuestro espíritu único y rebelde. Vuestro herbolario no está completo, maestro: faltan los más sublimes ejemplares.

            En la ciudad volvió a invadirme la sensación de extravío. Debíamos localizar la emisora central de Radio Cadena Juventud, la RCJ. Y así lo hicimos.
            La entrada era discreta. Unas ventanas que hacían visible el estudio central daban un aire de elegancia respetable. En aquel instante el estudio estaba vacío y el conserje  que abrió la puerta nos miraba intimidatorio.

-          ¿Qué desean?
-          Somos amigos de la señorita Sofía.
-          ¿Sofía  Cortázar o Sophie Montmerency?

            Hasta aquel momento no habíamos pensado  en que nuestra Sofía pudiera haber adoptado un apellido, pero era evidente el feliz hallazgo de nuestro familiar topónimo.

-          Evidentemente Sophie Montmerency, dijo Jean Jacques, al ver que yo había enmudecido aprisionado entre el dolor y la emoción.
-          Ha salido hace una hora y media aproximadamente.

            Ya no escuchaba la conversación y no supe cómo mi maestro consiguió las señas y concluyó la entrevista estrechando la mano de aquel funcionario. Tampoco supe por dónde nos llevó el taxi hasta una casa, en la salida norte, junto al río, una pequeña casa de fachada ocre, amplio balcón, pequeña puerta y gran ventana vestida de elegantes visillos.  
            Estuvimos frente a ella mucho tiempo. La mirábamos sin esperar nada en concreto, tan sólo por el placer de conocer cada palmo de cada detalle, con el misterio que ejerce la promesa de una dulce certidumbre, hasta que el misterio se hizo fuerte en nuestras gargantas al ver llegar frente a aquella puerta a un corpulento muchacho de unos veinte a veinticinco años.

            Al llamar me temblaba la vida en las manos, como si tuviera en ellas mi corazón para ofrecerlo como un presente. Y aquella criatura abrió la puerta. Jean Jacques no pudo hablar, se hizo eterno el instante en el que acerté a alargar mi mano y sustraer de la chaqueta de mi maestro el cuaderno del que no había podido separarse en meses y, en gran alarde de coraje, se lo entregué a Zenón, en lugar de un corazón que hacía bastante que no se atrevía a latir.
            Mi hijo sonrió por fin.

            Así le conocí. Él supo al instante quiénes éramos. Nos abrazó intensamente, abrumado por la felicidad. Nos condujo cariñosamente al interior y llamó a su madre desde el pie de las escaleras. Pero nada de eso pudo hacer que mi torturado corazón volviese a latir hasta que pude verla.
            Sofía apareció en las alturas y quedó paralizada, como una espléndida Madonna, haciendo que el tiempo se detuviera, se estirase peligrosamente sin romperse y chasqueara de pronto golpeando nuestras conciencias aturdidas.
            Y la bella Madonna bajó por fin llorando.
            Casi no podía verla. Mi vista, nublada también por las lágrimas, dejaba que otros sentidos reconocieran en ella su pelo, su rostro, sus ojos, su aroma, el temblor, la risa y, sobre todo, cómo pronunciaba mi nombre: Emilio, Emilio, Emilio, serena y sordamente, como un profundo mantra liberador.
            Sofía, Sofía, Sofía, cuántas veces pronuncié tu nombre pidiendo una explicación, una aparición, una presencia. Mi gratitud es inmensa: ahora tengo dos explicaciones, dos apariciones, dos presencias.

            Acababa de anochecer. Zenón prendía fuego a unos leños medio consumidos del día anterior y el fulgor nos fue atrapando sutilmente. Había demasiadas preguntas, pero Zenón buscó otra senda por la que discurrir sin peligro.

-          Parecéis muy cansados. Supongo que ha sido duro llegar hasta aquí.
-          Hemos recorrido un sinfín de aldeas en la montaña, donde creíamos tener noticia de vuestra presencia. Pero en los últimos días parecía haber desaparecido todo rastro y este cansancio que ves, hijo, es más producto de la desesperanza que de la fatiga.
-          ¿Y cómo ha sido posible al fin la fortuna de hallaros con nosotros?
-          Pura casualidad, pequeño: la radio. – dijo Jean Jacques.
-          Oh, claro, maestro, mi programa. Es una verdadera bendición.

            Sofía parecía despertar de un largo sueño. Sus ojos brillaban como en aquellas primeras citas, entre sus padres y mi maestro, aquellas conversaciones, tanteos de adolescentes bien cultivados, nada experimentados. Cuántas noches había recordado nuestras vivencias.

-          Tu voz, Sofía. Fue como soplar unas brasas dormidas y renacer, amor mío. Era el calor de tu voz, cuando habíamos abandonado toda fe. Lo demás fue cosa de Jean Jacques, porque yo quedé tan impresionado que no afloraba ni el aliento de mi maltrecho espíritu.
-          De modo que vos, maestro, averiguasteis el resto, ante la amante debilidad de mi amado compañero.
-          Sí, Sofía, tu apasionado Emilio dejó de latir en aquella fonda y recuperó su pálpito al tenerte entre sus brazos. Espero que Zenón sea más sangre de tu sangre que no de su emotivo padre.
-          Zenón es cada día sorprendente.

            A lo que su hijo, nuestro hijo, sonrió sin atreverse a contradecir a su madre.
            Aquella noche fue larga, deliciosa. Se diría que no hacía más de dos días que nos hubiéramos separado y, sin embargo, la profundidad y la importancia de las experiencias acontecidas iban a cambiar de nuevo el rumbo de nuestras vidas, esta vez definitivamente.