martes, 4 de noviembre de 2014

LA CUENTA ATRÁS

                Algunas palabras del maestro, lo recuerdo,  entraban por mi ventana como un vendaval gélido y furioso.  Irrumpían cruelmente, agitaban y  desnudaban mi ego de esa confortable complacencia que tan a menudo lo arropa.
                Otras repercutían como un goteo constante. Y cuando digo repercutían es que no dejaban de percutir y repercutir con suma tenacidad en ese rincón íntimo, que arrostra las más impúdicas renuncias.
                Pero las que más he temido, las que más me inquietaron apenas se escuchaban, acudían de lo más profundo, eran la sombra de un ahogado susurro, la inflorescencia de una letanía,  como tañidos depositados en el mismísimo sudario.
                Con gran solemnidad eran depositadas una a una en la espesa papilla del silencio. Con gran carestía íbanse asociando, trenzando pensamientos.
                Pero ahora no le oigo. Miro a Emilio atónita, indignada, asustada. Zenón guarda silencio al fondo de la alcoba. Y aunque retengo todavía su mano con fuerza, sólo se siente latir  el eco de sus últimas palabras:
                “Cuanto más soy conocimiento, menos soy vida. El tiempo decantado nos instruye y ejecuta a la vez la decadencia. Tenéis mis bendiciones. Ahora dejad que la vela de mis temores y mis contradicciones se vaya apagando. Debo descansar.”
                Con gran delicadeza beso su mano, que ya descansa. Y voy sumando lánguidamente a mi desconsuelo los primeros minutos de su ausencia.