En las
semanas ulteriores al incidente en el río vinieron a producirse sutiles
modificaciones en nuestras vidas que no supe interpretar en un principio, pero
que realmente vivificaron la rutina familiar.
Por una
parte Zenón, que había sido un muchacho de naturaleza descuidada y algo
ruidoso, se transformó de una manera formidable: apenas le oíamos en casa. Su
silencioso proceder hacía que en ocasiones llegáramos a dudar si estaba con
nosotros o había salido a la calle. Nos encontrábamos con él en cualquier
rincón de manera inesperada pero, es curioso, sin sobresaltos. Y es que Zenón
sonreía siempre, comunicaba una deliciosa tranquilidad altamente contagiosa;
decía que había establecido una nueva forma de comunicación con las cosas de su
entorno, que no dejaba de investigar en ello y que los descubrimientos
superaban siempre sus expectativas.
Por
otra parte Emilio, que en su retorno a una civilización mucho más compleja,
pero obstinadamente injusta, había desarrollado un cierto pesimismo, una
obsesión por conocer cada detalle de la actualidad, seducido por la droga de la
virtual inmediatez de las conexiones sociales, y que manifestaba un alto grado
de animadversión por quienes consideraba responsables de multitud de agravios y
alteraciones malintencionadas, se mostraba ahora íntimamente centrado en
pequeños quehaceres cotidianos, en detalles ínfimos, en servirnos a todos reverencialmente,
con una refrescante alegría.
Una
parte de mí cambió con ellos. No se trataba de abandonar nuestras convicciones,
se trataba de creer que realmente estaba sucediendo todo lo que habíamos
anhelado y soñado. En cada decisión de cada pequeña circunstancia de nuestras
vidas crecía la alegría de abrir la puerta a lo deseable y cerrar la puerta a
lo indeseable. Era estremecedoramente sencillo.
Tal vez
por esta transformación benefactora -a la que no fue ajeno, por cierto, el
maestro Jean Jacques- no resultó tan traumática como hubiera podido ser la
noticia del expediente de regulación de empleo en la emisora.