El
cauce del río se había desbordado en numerosos
puntos, había arrastrado huertos, paredes, jardines, árboles, puentes,
casas, había marcado perfectamente la dimensión de su poderío. Y ahora, varios
días después de aquel episodio, lo observábamos de cerca, desde la orilla, Zenón y yo.
Los
saltos, los remolinos, el penetrante rumor de su caudal lograron enmudecer nuestras conciencias
humildemente.
Hasta
que Zenón observó: “El agua que vemos pasar es el momento, pertenece a este
momento. Luego viajará hacia otra parte, volverá a nacer en alguna fuente de
otro lugar del planeta y volverá a ser el paso de un momento en un lugar
determinado.”
Estábamos
allí y era el mismo elemento. Otros lugares, otros tiempos: en este instante,
el agua que fue cauce en el Nilo de Alejandría pasa ante nosotros; ahora, la
que en forma de nieve azotaba al ejército de Napoleón en las llanuras rusas; un
poco más tarde, la que empapaba el uniforme de un soldado muerto en las playas
de Normandía. O, ¿por qué no?: esta que pasa ahora pudo ser el suave chubasco que
acompañó a los amantes de una hermosa noche en París; aquella que viene debió
de ser la que mojaba los tobillos de una bella nadadora presta a entrar en la mar en una mediterránea mañana de junio y
la que veo más arriba pudo formar parte de las nubes que, adquiriendo un
espectacular color cobrizo, quedaron plasmadas en un cuadro que nunca
olvidaremos.
Zenón
introduce su mano en el cauce y siente el paso de la historia. “Dentro de
mucho, mucho tiempo, alguien podrá sentir que el agua que observa fue la que
nos acompañó en este instante, papá”