Los
últimos tañidos de un largo invierno despiertan en Emilio la angustia
contenida. Son ingentes los contrastes, las controversias, las necesidades. Es
prudente la conversación sosegada al calor de la amistad.
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Ningún empeño ha de parecer más ingrato que el de buscar sentido a la vida,
Emilio, porque jamás hemos de hallarlo. Y si no hemos de hallar sentido a la
vida ha de ser convenido que es un sinsentido la vida, lo cual, amigo, puede
resultar francamente desalentador.
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¿Qué queda pues? ¿Abandonarnos a la pasividad de la condescendencia, de un
laisser faire vegetativo, inoperante? ¿Navegar a través de la desesperación al
compás de un tiempo irrelevante? ¿O navegar a través del largo y ancho tiempo
de unos irrelevantes días teñidos de desesperación?
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Si el porqué está implícito en el por qué, todo parece exterior, todo se escapa
en un irrefrenable devenir, en una imagen movida en la que nada se distingue
claramente.
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Yo no soy nadie, ya lo sé, para reclamar la certidumbre, maestro. Si no hay más
que sombras, sombras he de beber, sombras he de respirar, sombras he de
concebir en esta hora oscura. No me conforta saber que, como hombre, yo también
soy hijo de las sombras. Maldigo mi especie y me maldigo a mí mismo y todo el tiempo
–la eternidad- que llevo buscando la absolución para esta maldita criatura que
atormenta día a día mi esperanza, que abrasa el territorio por donde pasa, que
condena a todo aquello que toca, que confunde el orden del cosmos. Si buscar un
porqué no nos libera de todo ello, si no nos honora, si no condona nuestra
fragilidad, si no alivia el pesar, si no conmuta la derrota, ¿qué me mueve a
continuar perseverando?
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Muy sencillo, Emilio: la duda.
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¿La duda de qué?
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O la de quién; en todo caso: quién determina el porqué. Sin haber un porqué, no
habrá un haber y, a nuestra manera, bien que somos ¿no? De modo que, tanto si
somos juzgados como si somos jueces, el tribunal dicta sentencia y la sentencia
se acata y se cumple irreversiblemente: de una manera u otra ingresaremos en el
orden de ese cosmos que no se deja confundir.
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Pero ¿a qué precio?
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Del mismo modo que la rueda nunca deja de dar vueltas, la vida nunca deja de
ser vida y, si para que todo cobre sentido debe abolirse la condena de la
muerte, en consecuencia no podría acontecer nacimiento alguno. Todo parece
indicar, como ves, que nadie es dueño de tanto como estima propio y, por tanto,
¿qué sentido tiene buscar un sentido?
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¿Qué hacer, entonces, Jean Jacques?
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No busques el porqué, Emilio, busca el cómo.