Recuerdo la botica de don Salustiano. Era un mostrador
pequeño y dos estanterías, con medicamentos elaborados, que flanqueaban la
pequeña puerta de acceso a la rebotica. Junto a ella, un despacho grande: la
mesa señorial, espléndida silla, archivo, aparato de radio, una gran ventana. Y
la enorme rebotica, llena de manuales de farmacopea, mortero, probetas, matraces,
vasos de precipitados, balanza, pipetas, frascos, buretas, lupa, termómetros,
mecheros… El maestro boticario era una
personalidad del pueblo; a él venían en busca de los más variopintos remedios y
de sus manos aparecían pomadas, linimentos, emulsiones, apósitos, elixires,
jarabes, suspensiones y todo tipo de preparados oficinales y fórmulas magistrales.
A cualquier hora.