martes, 4 de septiembre de 2012

EL PORQUÉ DE LAS COSAS


             
             La noche ha sido siempre el refugio perfecto para mis tribulaciones. Ahora todos duermen, se escucha el perpetuo zumbido de la nevera, la lejana música que acompaña al panadero en su obrador y los pálidos sonidos de criaturas nocturnas, aves nocturnas que marcan un territorio al que no pertenezco.

            Es la hora de las dudas. Es hora de responder de una vez apoyándome en todas mis frágiles e insuficientes certidumbres ante lo que considero mi fracaso. Y así quiero comenzar: primero los atenuantes.

            Soy mujer en un mundo en que no fuimos nada, en que las inercias continúan empujándonos a la nada; a la convalecencia vegetativa, a la obediencia ignorante, a la condescendencia, a la autodestrucción. Hubo un despertar tras la Gran Guerra, hubo una parte importante de la Humanidad que quiso conquistar un futuro de igualdad en compromisos y en talentos. Y era prometedor. Pero el hoy es una poderosa marea en regresión que arrastra y destruye lo construido con tanto esfuerzo.
                       
            Soy madre, una más, de una generación que deberá rescatarse a sí misma y me temo que también a la nuestra. Nuestros hijos, privados por completo de un desarrollo en comunidad, marcados por el estigma de la necesidad perenne, la insatisfacción perpetua, ya no confían en padres que no responden con un no, que no dan explicaciones, que no militan en causa alguna. O dicho en sentido inverso: siempre acceden al capricho, niegan el porqué de sus motivaciones íntimas, confían en que alguien vendrá a resolver las cosas.
           
            Soy compañera o esposa, en estos tiempos de masculinidad desorientada, que cree obstinadamente que la clave es amar y ser amada consecuentemente. Porque todo amor llevado a sus últimas consecuencias es un extraño modo de egoísmo en el que sólo se desea el bien, un bien ilimitado a quienes amas, de modo que su dicha sea el aliento de nuestra plenitud.

            Soy alumna de los mejores maestros, esos que atesora mi hijo, sentencia a sentencia, en su cuaderno; humilde y torpe alumna, a la sombra de todas las dudas, de esa universal historia de los pensadores a quienes –no nos engañemos- nadie escuchó seriamente.

            Soy ciudadana, defensora del paradigma colectivista, en estos días en que lo público se concibe como “propiedad inmerecida de un Estado malversador”, en que mis conciudadanos no se sienten ni quieren sentirse co-propietarios y co-responsables de lo público, en que la alternativa es privatizar, o sea privar de algo a todos con excepción del privador y es, en definitiva, la consumación de la pasividad perentoria de los despojados, su derrota.

            Soy locutora en un mundo visual, de hipervínculos, de ordenadores con síndrome de Diógenes. Y cuando hablo debo tener fe ciega en que alguien escucha, pero cuando callo no oigo nada y me gustaría oír, creedme, ser “auditora” (olvidad el sentido actual de esta palabra, por favor). Sueño con ser la auditora de guardia de una radio sin fronteras, políglota, polícroma, ecuménica.

            Soy consumadora en una sociedad de consumidores. Me importa el qué, el quién y el cómo. No quiero soportar un circo de gigantes de la distribución que sólo distribuye pobreza, que juegan a traer del otro lado del planeta lo que pude encontrar ayer en casa de mi vecina y pagar con un puñado de sal.

            Soy paciente en un mundo desfigurado por la estridencia y el vértigo de ir apresuradamente a ninguna parte. En el camino está la explicación, la comprensión de muchas cosas, en los olores, las miradas, los gustos, los silencios, las dudas, los otros, el destino, el deseo…

            No es un demérito, ya lo sé, verse arrastrada por la corriente. Lo imperdonable es haber creído que había sido vencida, enviar aquella carta al averno de la resignación, provocar que Emilio y el maestro Rousseau regresaran. Traerles conmigo era privar a otros de su excelencia. No era su misión, era la mía. Por ello me siento confusa: alegre, por supuesto; apesadumbrada, sin duda.

            Una noche, hace tiempo, una de esas noches de insomnio y ensueño, Zenón se levantó llorando. Había tenido una pesadilla y no se sorprendió al levantarse de encontrarme en la cocina –siempre acompaño mis letanías con alguna infusión-. Para él la noche no existía: desde el momento de acostarse hasta la mañana siguiente no había más que unos sueños que contarme de camino al colegio al día siguiente. Lo retuve entre mis brazos hasta que volvió a dormirse y lo llevé a su cama. Aquella noche me preguntó por qué su padre no llegaba nunca del largo viaje al que yo le había explicado que había emprendido. Y al acostarlo deseé con desesperación tener a Emilio con nosotros: escribí aquella carta. ¿Y ahora qué?

            No todas las preguntas han de ser respondidas. Hay preguntas que necesitamos dejar colgando como un péndulo preciso, armonioso, perseverante. Palpitan con nosotros y nosotros con ellas. Y hay preguntas, sin embargo, que excitan ese adormecido aventurero que nos acompaña como una sombra silenciosa, hasta que huele el desafío de un puente colgante entre las dos orillas de nuestra conciencia: la conformista y la intrépida.

            No temo a las preguntas, no abjuro de las respuestas. El único temor ha de ser el silencio cómplice o el murmullo interesado. Y sé que voy a tener que responder muchas preguntas. ¿Por qué no? Tal vez sea este el sentido de tener de nuevo juntos a todos mis seres queridos, los más exigentes que he conocido, los más generosos.

            Sea pues.