La
noche ha sido siempre el refugio perfecto para mis tribulaciones. Ahora todos
duermen, se escucha el perpetuo zumbido de la nevera, la lejana música que
acompaña al panadero en su obrador y los pálidos sonidos de criaturas
nocturnas, aves nocturnas que marcan un territorio al que no pertenezco.
Es
la hora de las dudas. Es hora de responder de una vez apoyándome en todas mis
frágiles e insuficientes certidumbres ante lo que considero mi fracaso. Y así
quiero comenzar: primero los atenuantes.
Soy
mujer en un mundo en que no fuimos nada, en que las inercias continúan
empujándonos a la nada; a la convalecencia vegetativa, a la obediencia
ignorante, a la condescendencia, a la autodestrucción. Hubo un despertar tras
la Gran Guerra, hubo una parte importante de la Humanidad que quiso conquistar
un futuro de igualdad en compromisos y en talentos. Y era prometedor. Pero el
hoy es una poderosa marea en regresión que arrastra y destruye lo construido
con tanto esfuerzo.
Soy
madre, una más, de una generación que deberá rescatarse a sí misma y me temo
que también a la nuestra. Nuestros hijos, privados por completo de un
desarrollo en comunidad, marcados por el estigma de la necesidad perenne, la
insatisfacción perpetua, ya no confían en padres que no responden con un no,
que no dan explicaciones, que no militan en causa alguna. O dicho en sentido
inverso: siempre acceden al capricho, niegan el porqué de sus motivaciones
íntimas, confían en que alguien vendrá a resolver las cosas.
Soy
compañera o esposa, en estos tiempos de masculinidad desorientada, que cree
obstinadamente que la clave es amar y ser amada consecuentemente. Porque todo
amor llevado a sus últimas consecuencias es un extraño modo de egoísmo en el
que sólo se desea el bien, un bien ilimitado a quienes amas, de modo que su
dicha sea el aliento de nuestra plenitud.
Soy
alumna de los mejores maestros, esos que atesora mi hijo, sentencia a
sentencia, en su cuaderno; humilde y torpe alumna, a la sombra de todas las
dudas, de esa universal historia de los pensadores a quienes –no nos engañemos-
nadie escuchó seriamente.
Soy
ciudadana, defensora del paradigma colectivista, en estos días en que lo
público se concibe como “propiedad inmerecida de un Estado malversador”, en que
mis conciudadanos no se sienten ni quieren sentirse co-propietarios y
co-responsables de lo público, en que la alternativa es privatizar, o sea
privar de algo a todos con excepción del privador y es, en definitiva, la
consumación de la pasividad perentoria de los despojados, su derrota.
Soy
locutora en un mundo visual, de hipervínculos, de ordenadores con síndrome de
Diógenes. Y cuando hablo debo tener fe ciega en que alguien escucha, pero
cuando callo no oigo nada y me gustaría oír, creedme, ser “auditora” (olvidad
el sentido actual de esta palabra, por favor). Sueño con ser la auditora de
guardia de una radio sin fronteras, políglota, polícroma, ecuménica.
Soy
consumadora en una sociedad de consumidores. Me importa el qué, el quién y el
cómo. No quiero soportar un circo de gigantes de la distribución que sólo
distribuye pobreza, que juegan a traer del otro lado del planeta lo que pude
encontrar ayer en casa de mi vecina y pagar con un puñado de sal.
Soy
paciente en un mundo desfigurado por la estridencia y el vértigo de ir apresuradamente
a ninguna parte. En el camino está la explicación, la comprensión de muchas
cosas, en los olores, las miradas, los gustos, los silencios, las dudas, los
otros, el destino, el deseo…
No
es un demérito, ya lo sé, verse arrastrada por la corriente. Lo imperdonable es
haber creído que había sido vencida, enviar aquella carta al averno de la
resignación, provocar que Emilio y el maestro Rousseau regresaran. Traerles
conmigo era privar a otros de su excelencia. No era su misión, era la mía. Por ello
me siento confusa: alegre, por supuesto; apesadumbrada, sin duda.
Una
noche, hace tiempo, una de esas noches de insomnio y ensueño, Zenón se levantó
llorando. Había tenido una pesadilla y no se sorprendió al levantarse de
encontrarme en la cocina –siempre acompaño mis letanías con alguna infusión-.
Para él la noche no existía: desde el momento de acostarse hasta la mañana
siguiente no había más que unos sueños que contarme de camino al colegio al día
siguiente. Lo retuve entre mis brazos hasta que volvió a dormirse y lo llevé a
su cama. Aquella noche me preguntó por qué su padre no llegaba nunca del largo
viaje al que yo le había explicado que había emprendido. Y al acostarlo deseé
con desesperación tener a Emilio con nosotros: escribí aquella carta. ¿Y ahora
qué?
No
todas las preguntas han de ser respondidas. Hay preguntas que necesitamos dejar
colgando como un péndulo preciso, armonioso, perseverante. Palpitan con
nosotros y nosotros con ellas. Y hay preguntas, sin embargo, que excitan ese
adormecido aventurero que nos acompaña como una sombra silenciosa, hasta que
huele el desafío de un puente colgante entre las dos orillas de nuestra
conciencia: la conformista y la intrépida.
No
temo a las preguntas, no abjuro de las respuestas. El único temor ha de ser el
silencio cómplice o el murmullo interesado. Y sé que voy a tener que responder
muchas preguntas. ¿Por qué no? Tal vez sea este el sentido de tener de nuevo
juntos a todos mis seres queridos, los más exigentes que he conocido, los más
generosos.
Sea
pues.