El cuaderno de Zenón estaba repleto de citas más o menos literales de sus innumerables lecturas. Comenzaba por una obra que nos concernía muy directamente. Y su título elevaba todo ello a un confuso rango exploratorio o de metamorfosis interior, así como dialogante expiación de dudas o incluso cierto tono imperativo latente: De-liberaciones.
En contra de toda lógica de los instintos, la conducta de Emilio no fue la de abrirlo y comenzar a leer su contenido. Abandonó la sala, se detuvo en un rincón y se dejó abrazar por un profundo y silencioso llanto. En este trance sentía que no podía ayudarle. Mi experiencia en la paternidad fue breve y de humillante desenlace. Qué podía decirle. Escuchaba su dolor y respetaba su intimidad.
Ello nos llevó a vernos sorprendidos por la noche que, además, llegó envuelta de lluvia fina, persistente. Nuestro milagroso informador nos ofreció cobijo y aceptamos. La noche pasó con pocas palabras, muchas imágenes, pensamientos sombríos. Sopa caliente y algunas vueltas de cuchara después entendí que no había ninguna posibilidad de que los encontráramos, pero sí muchas de que nos encontrasen ellos a nosotros. De modo que, interrumpiendo el silencio, expuse a mis interlocutores mi propósito.
Dando muestras de su original capacidad reflexiva (tal vez el genuino movimiento de los dedos en la cabeza fuera su alimento), nuestro anfitrión aventuró una idea: si mi intención era hacernos visibles, ser encontrados solamente por ellos, ¿por qué no reproducir algún objeto característico de nuestro pasado común y hacer que ello llegara a ser considerado un hecho noticioso? La difusión de la noticia nos ofrecía alguna oportunidad de éxito en esta difícil tarea. Pero ¿qué objeto?
Emilio salió de su ensimismamiento súbitamente. ¿Por qué no editamos su cuaderno como un viejo libro de papel?
Y así fue cómo, en la era digital, concedimos hasta el último aliento de nuestra esperanza a aquel ambicioso proyecto.