De
repente un relámpago se coló por las rendijas de las viejas y desencajadas
contraventanas. Se había hecho de noche y se acercaba una tormenta. Al
retumbar, el trueno sacó a Sofía de su estado meditativo afilando el vértigo de
una obsesiva cuestión que hacía rato que le daba vueltas en la cabeza.
- Hay
una cosa que no entiendo, Jean Jacques. ¿Qué fue lo que hizo que dejara de
verme con los ojos de un hombre que mira a una mujer y comenzara a verme con
los ojos de un maestro que observa a su discípulo?
- Qué
gran pregunta, Sofía. Tan grande y tan oportuna es que debo confesarte que no
hace tanto tiempo que he llegado a comprenderlo.
Un
segundo trueno y un contenido silencio dieron fe de la solemnidad de las
palabras que vendrían.
- La
conciencia de ser para quien profesa la convicción del magisterio es esta: no
verás a una persona en lo que realmente es, si no eres capaz al mismo tiempo de
ver lo que puede llegar a ser; no podrás dejar de procurar todo cuanto esa
persona necesite para llegar a ser aquello a lo que está llamada. El verdadero
maestro no es el que se crea grandes expectativas de sus pupilos; es el que
promueve el cumplimiento de unas expectativas rigurosamente precisas. Este es
el don: presentir las expectativas. Evidentemente esto es algo que estaba
comenzando a experimentar cuando te conocí, de una manera torpe, intuitiva.
- ¿Y
esas expectativas sobre mi persona se han cumplido?
- No me
cabe la menor duda de que todavía no. Queda mucho por delante.
-
Entonces ¿qué espera de mí, maestro?
- Esa
no es la pregunta correcta, Sofía. La pregunta que me corresponde responder en
estos días es: ¿qué me queda por hacer, qué más puedo ser capaz de hacer por ti?
La
lluvia comenzó a golpear con furia el tejado, el asfalto, el frío metal de los
vehículos, las aceras,… y luego la nostalgia, la confortabilidad, la
contingencia…