- En realidad soy yo quien
necesita la penumbra para hablar de todo aquello que he callado, Sofía. Desde
el reconocimiento de todas mis impericias hasta la declaración de todas mis
debilidades y mis dudas. Hoy quiero empezar por ti.
- ¿Por mí, maestro?
- Sí, amiga mía. Quiero empezar
declarando mi debilidad y mi desconcierto ante la belleza.
- Prosiga, pues. Le escucho.
- Hay dos tipos de belleza: la
belleza que ensancha la dimensión interior de quien la percibe y la belleza que
enciende todos los mecanismos de la dimensión externa del observador. La
primera da y la segunda exige. La primera nos concede paz, comprensión,
comunión, esperanza, confianza, armonía. La segunda nos reta, se declara
superior –anhelable, pero inalcanzable-, nos humilla ante ella, necesitamos
reconocerla de manera profunda e integral, anexionarla a nosotros. Ésta segunda
es la que detenta el erotismo, y ante ella siempre me he sentido torpe.
He bebido de mil fuentes de
belleza; toda mujer que seducía de una u otra manera era una diosa, tal vez sin
quererlo. Sin merecerlo también en muchos casos, pues nada había hecho por
poseer tal don. Con su indolencia algunas afeaban y empobrecían tal belleza.
- Creo que se aleja usted de la
realidad, Jean Jacques, que suele ser más simple y, desde luego, múltiple.
- Sí, tienes razón. Pero
necesito explicarme a mí mismo qué hay en la belleza, en el erotismo, que toma
el control del yo, invita a la contemplación, el roce, despierta la intensidad
de todos los sentidos. Y lo necesito ahora, precisamente, que casi ya no puedo
disfrutar de uno de ellos.
- Puede que sólo sea el instinto
animal, la reacción de las hormonas. O puede que sea, además, el mecanismo de
supervivencia de la especie como proyección de un futuro deseable, plausible.
- Indudablemente. Por eso la
fuerza del instinto vence casi siempre a la contención de la razón. Y por ello,
no puedo yo, como hombre, dejar de mirar y admirar desde esa pulsión erótica a
una mujer, aunque fuera la mujer de mi hermano o mi mejor amigo. Y es aquí
donde quiero regresar al principio de nuestra conversación.
- Reconozco que me da un poco de
miedo esta deriva.
- No te preocupes, Sofía.
Llegaremos a buen puerto.
- Pues adelante.
- Entre tantas y tantas fuentes
de seducción que he disfrutado y admirado en mi vida, he de decirte que tú eres
una de las más sublimes. De alguna manera me has ayudado a resolver la
contradicción que yo vivía.
- Es bueno saberlo.
- ¿Recuerdas que te hablaba al
principio de dos modos de belleza?
- Sí, claro.
- En la percepción erótica
predomina la belleza que despierta nuestro exterior; es el deseo. Pero en aquel
sentimiento que llamamos platónico, se produce la implosión interna; es el
amor.
- ¿Y qué tiene que ver eso conmigo, maestro?
- Cuando te presentamos a
Emilio, cuando nos conocimos, eras muy joven. Como preceptor de Emilio, como
adulto, se supone que yo debía quedar al margen; creo que me entiendes.
- Perfectamente.
- Pero eras –y eres- una mujer
de una extraordinaria belleza y no creo que haya muchos hombres que puedan
quedar indiferentes a este hecho.
- …
- No creo que te sorprenda mi
confesión ahora.
- Debo reconocer que me
incomoda.
- Ten paciencia. Es algo más
complejo.
- Le escucho.
- Esa admiración venía – por qué
negarlo- cargada de una fuerte pulsión erótica. La conciencia de ello me
turbaba enormemente, puesto que mi responsabilidad sobre la educación de Emilio
y tu implacable juventud hacían que fuera realmente inconveniente. Pero pasaban
los días y no hallaba la manera de serenar mi instinto. Entre tanto nos íbamos
conociendo y depositabas tu confianza en mí, como lo había hecho Emilio. Esto
fue cambiando muchas cosas: cuanto más ejercía de maestro, menos peso en
nuestra relación tenía la libido. Cuanto más te conocía interiormente, menos
física o visual era muestra relación.
- ¿De qué manera, entonces, le
ayudó esto a resolver la contradicción?
- Ahí quería llegar. Cuando
nuestra relación fue más compleja, tanto interior como exteriormente, tanto
física como espiritual o racionalmente, descubrí que había vislumbrado en ti la
otra dimensión de la belleza, la que conforta, la que une, la que me serenaba y
permitía crecer juntos.
- Pero hay una cosa, Jean
Jacques, que no comprendo: ¿la belleza “platónica” vence a la erótica, la
esconde, la acalla? ¿Qué ocurre realmente?
- Creo que no es nada de eso.
Estoy seguro de que no la vence ni es vencida. Y me parece que no la esconde ni
la puede acallar del todo.
- ¿Entonces?
- Sólo encuentro una
explicación: la hace compartida. Pero eso, Sofía, nunca me atreví a
preguntártelo.
- … Permítame, maestro, que no
le responda. Al menos, no ahora –el vértigo me abruma- aunque la contestación me ahogue la garganta…
Quisiera refugiarme en esta
cómoda penumbra unos minutos y, si me lo permite, cogerle en silencio la mano.