viernes, 4 de abril de 2014

LAS DOS BELLEZAS

                - En realidad soy yo quien necesita la penumbra para hablar de todo aquello que he callado, Sofía. Desde el reconocimiento de todas mis impericias hasta la declaración de todas mis debilidades y mis dudas. Hoy quiero empezar por ti.
                - ¿Por mí, maestro?
                - Sí, amiga mía. Quiero empezar declarando mi debilidad y mi desconcierto ante la belleza.
                - Prosiga, pues. Le escucho.
                - Hay dos tipos de belleza: la belleza que ensancha la dimensión interior de quien la percibe y la belleza que enciende todos los mecanismos de la dimensión externa del observador. La primera da y la segunda exige. La primera nos concede paz, comprensión, comunión, esperanza, confianza, armonía. La segunda nos reta, se declara superior –anhelable, pero inalcanzable-, nos humilla ante ella, necesitamos reconocerla de manera profunda e integral, anexionarla a nosotros. Ésta segunda es la que detenta el erotismo, y ante ella siempre me he sentido torpe.
                He bebido de mil fuentes de belleza; toda mujer que seducía de una u otra manera era una diosa, tal vez sin quererlo. Sin merecerlo también en muchos casos, pues nada había hecho por poseer tal don. Con su indolencia algunas afeaban y empobrecían tal belleza.
                - Creo que se aleja usted de la realidad, Jean Jacques, que suele ser más simple y, desde luego, múltiple.       
                - Sí, tienes razón. Pero necesito explicarme a mí mismo qué hay en la belleza, en el erotismo, que toma el control del yo, invita a la contemplación, el roce, despierta la intensidad de todos los sentidos. Y lo necesito ahora, precisamente, que casi ya no puedo disfrutar de uno de ellos.
                - Puede que sólo sea el instinto animal, la reacción de las hormonas. O puede que sea, además, el mecanismo de supervivencia de la especie como proyección de un futuro deseable, plausible.
                - Indudablemente. Por eso la fuerza del instinto vence casi siempre a la contención de la razón. Y por ello, no puedo yo, como hombre, dejar de mirar y admirar desde esa pulsión erótica a una mujer, aunque fuera la mujer de mi hermano o mi mejor amigo. Y es aquí donde quiero regresar al principio de nuestra conversación.
                - Reconozco que me da un poco de miedo esta deriva.
                - No te preocupes, Sofía. Llegaremos a buen puerto.
                - Pues adelante.
                - Entre tantas y tantas fuentes de seducción que he disfrutado y admirado en mi vida, he de decirte que tú eres una de las más sublimes. De alguna manera me has ayudado a resolver la contradicción que yo vivía. 
                - Es bueno saberlo.
                - ¿Recuerdas que te hablaba al principio de dos modos de belleza?
                - Sí, claro.
                - En la percepción erótica predomina la belleza que despierta nuestro exterior; es el deseo. Pero en aquel sentimiento que llamamos platónico, se produce la implosión interna; es el amor.
                -  ¿Y qué tiene que ver eso conmigo, maestro?
                - Cuando te presentamos a Emilio, cuando nos conocimos, eras muy joven. Como preceptor de Emilio, como adulto, se supone que yo debía quedar al margen; creo que me entiendes.
                - Perfectamente.
                - Pero eras –y eres- una mujer de una extraordinaria belleza y no creo que haya muchos hombres que puedan quedar indiferentes a este hecho.
                - …
                - No creo que te sorprenda mi confesión ahora.
                - Debo reconocer que me incomoda.
                - Ten paciencia. Es algo más complejo.
                - Le escucho.
                - Esa admiración venía – por qué negarlo- cargada de una fuerte pulsión erótica. La conciencia de ello me turbaba enormemente, puesto que mi responsabilidad sobre la educación de Emilio y tu implacable juventud hacían que fuera realmente inconveniente. Pero pasaban los días y no hallaba la manera de serenar mi instinto. Entre tanto nos íbamos conociendo y depositabas tu confianza en mí, como lo había hecho Emilio. Esto fue cambiando muchas cosas: cuanto más ejercía de maestro, menos peso en nuestra relación tenía la libido. Cuanto más te conocía interiormente, menos física o visual era muestra relación.
                - ¿De qué manera, entonces, le ayudó esto a resolver la contradicción?
                - Ahí quería llegar. Cuando nuestra relación fue más compleja, tanto interior como exteriormente, tanto física como espiritual o racionalmente, descubrí que había vislumbrado en ti la otra dimensión de la belleza, la que conforta, la que une, la que me serenaba y permitía crecer juntos.
                - Pero hay una cosa, Jean Jacques, que no comprendo: ¿la belleza “platónica” vence a la erótica, la esconde, la acalla? ¿Qué ocurre realmente?
                - Creo que no es nada de eso. Estoy seguro de que no la vence ni es vencida. Y me parece que no la esconde ni la puede acallar del todo.
                - ¿Entonces?
                - Sólo encuentro una explicación: la hace compartida. Pero eso, Sofía, nunca me atreví a preguntártelo.
                - … Permítame, maestro, que no le responda. Al menos, no ahora –el vértigo me abruma-  aunque la contestación me ahogue la garganta…

                Quisiera refugiarme en esta cómoda penumbra unos minutos y, si me lo permite, cogerle en silencio la mano.