Había
algo en aquella situación que incomodaba a Sofía. No era el hecho de ayudar con
más frecuencia a Jean Jacques. No había en ello nada digno de relevancia. Y,
sin embargo, evitaba observar al maestro cuando él hablaba, extraviaba
involuntariamente la mirada en cualquier dirección, callaba y escuchaba.
Hasta
que un día Jean Jacques le pidió que cerrara las contraventanas, con el falso
pretexto de desear un poco de penumbra. Ella no lo vio venir. La oscuridad
invadió por completo la biblioteca y el silencio se vistió de aromas: aromas de
papel anciano, madera rancia, tinta, indeleble ceniza.
Un leve
chasquido de los labios, despegando perezosamente la sequedad que los atenazaba.
Aromas de duda, de jabón, de ropa limpia y fresca, de intimidad. De ahora sí,
Sofía, podrás hablarme sin avergonzarte y mirarme mientras me hablas.