Dejo
atrás la hospitalidad de Poldo. Regreso a mi frágil y diminuto laboratorio itinerante
de papel. Pero no dejo de pensar en la parte de la conversación que hemos
dedicado a Jean Jacques. ¿Qué ocurre, qué puede ocurrir cuando un ser ya sin edad
deja de ver? ¿De qué manera se despiertan otros sentidos? ¿Cómo custodia la
memoria unas imágenes que nunca más se podrán renovar?
Cuando
dejemos de ser lo que éramos para él, cuando su imagen mental de nosotros sea
más bien un mapa de perfumes, sonidos, palabras o caricias, ¿cómo podremos
reconocernos en ella?
Cierro
los ojos y trato de sentir la inmensidad de todo lo que me rodea, trato de
dibujar un mapa mental que abarque todas las presencias que conozco y que
intuyo, extendiendo los perezosos tentáculos de mis torpes sentidos a través de
la majestuosa continuidad de los valles y apenas alcanzo a sentir un apagado
rumor de vida.
Un apagado
rumor, sí. Una reverberancia antigua que resulta sorprendentemente refrescante
y renovadora, como si al pronunciar cada palabra estuviera naciendo de nuevo su
significado: digo valle y nace el valle, digo pueblo y nace el pueblo, digo
noche y nace la noche. De regreso a casa irán naciendo de mis labios los días que
he vivido.
Y los
que vendrán nacerán palabras que nadie ha conocido todavía. Palabras de vivos
colores primero, como un regalo de la infancia. Luego, tal vez como un recuerdo
de las vidas que vivieron otros, palabras en blanco y negro. Sutiles
tonalidades de gris para llegar al negro sobre blanco de una sentida duda. Y
después, en un plácido y confortable fundido
en negro descansarán por fin todas las
palabras. Se hará la paz. Será la certidumbre.