martes, 4 de febrero de 2014

LA REVERBERANCIA

                Dejo atrás la hospitalidad de Poldo. Regreso a mi frágil y diminuto laboratorio itinerante de papel. Pero no dejo de pensar en la parte de la conversación que hemos dedicado a Jean Jacques. ¿Qué ocurre, qué puede ocurrir cuando un ser ya sin edad deja de ver? ¿De qué manera se despiertan otros sentidos? ¿Cómo custodia la memoria unas imágenes que nunca más se podrán renovar?
                Cuando dejemos de ser lo que éramos para él, cuando su imagen mental de nosotros sea más bien un mapa de perfumes, sonidos, palabras o caricias, ¿cómo podremos reconocernos en ella?
                Cierro los ojos y trato de sentir la inmensidad de todo lo que me rodea, trato de dibujar un mapa mental que abarque todas las presencias que conozco y que intuyo, extendiendo los perezosos tentáculos de mis torpes sentidos a través de la majestuosa continuidad de los valles y apenas alcanzo a sentir un apagado rumor de vida.
                Un apagado rumor, sí. Una reverberancia antigua que resulta sorprendentemente refrescante y renovadora, como si al pronunciar cada palabra estuviera naciendo de nuevo su significado: digo valle y nace el valle, digo pueblo y nace el pueblo, digo noche y nace la noche. De regreso a casa irán naciendo de mis labios los días que he vivido.

                Y los que vendrán nacerán palabras que nadie ha conocido todavía. Palabras de vivos colores primero, como un regalo de la infancia. Luego, tal vez como un recuerdo de las vidas que vivieron otros, palabras en blanco y negro. Sutiles tonalidades de gris para llegar al negro sobre blanco de una sentida duda. Y después, en un plácido y confortable  fundido en negro  descansarán por fin todas las palabras. Se hará la paz. Será la certidumbre.