Un buen
café caliente después de ordenar los libros y dejarlos en la furgoneta. La
fonda de este pueblo está muy cerca del recinto del mercado. Nos conocemos. Me
han comprado algunas guías de excursiones de la zona para tenerlos a
disposición de sus clientes. La persona que regenta el negocio es un lugareño
desenvuelto y afable. Le llamamos Poldo. Tiene un gran instinto para llevar la
conversación por veredas seguras, pero fuera del marco de la relación con sus
parroquianos, cuando su lengua se desata es propenso a la fina crítica y a un
intenso sentido práctico. Hoy estamos solos.
- ¿No ha venido Sofía?
- No ha podido. Tenemos al
maestro un poco desentonado.
- Será la edad.
- Si tú supieras…
- ¿Y qué le pasa? ¿Algún
resfriado?
- Algo peor: está perdiendo la
vista. Y la poca que le queda la malgasta en la lectura.
- Es irónico que digas eso,
señor librero.
- Lo digo con no poco dolor. Le
hemos explicado que podemos conseguirle audiolibros, pero dice que no es lo
mismo y que los que realmente le interesan no están editados en ese formato.
Algunas veces Zenón se presta a leerle. Yo no tengo tanto tiempo. Y Sofía
menos.
- Debe de ser duro para él.
- No quiero ni pensarlo.
Poldo
seca copas en la barra mientras hablamos. Pronto vendrán los clientes a comer.
Es domingo y el mercado atrae a la población del entorno. El frío hace el
resto.
- No quiero ser indiscreto, Emilio,
pero tengo curiosidad por saber cómo acabó lo de esa chica.
- Pues no lo sé. Zenón no ha
vuelto a acompañarme y no le he preguntado. A mí me pareció una excelente
persona.
- Lo es. Ahora hace días
que yo tampoco la veo.
- Encuentros fugaces. Tú debes
de ser testigo de más de uno aquí adentro.
- Tendría para más de un libro.
- Todo es empezar.
- Yo no sé escribir, amigo. Cada
uno a lo suyo. A mí me toca alimentar los estómagos y a ti las almas. Mejor que
no intercambiemos los papeles.
El menú
del día es suculento. Al final escojo -y es difícil- un buen estofado, de
primero, y unos calamares rellenos, de
segundo. Anna, su mujer, es una excelente cocinera.
- No me has dicho cómo va lo del
permiso para la terraza.
- Oh, ese tema acabará conmigo.
Los del ayuntamiento se han empeñado en que tengo que poner una plataforma de
cemento en el jardín. ¿Puedes creerlo? Con lo bonito que tiene mi mujer este
jardín, que es la envidia de todo el que pasa. ¿Cómo voy a estropearlo de esa
manera?
- ¿Es muy rígida la normativa
municipal?
- No me hables de las leyes. Las
leyes son la muerte del diálogo. Si la gente fuera capaz de ponerse de acuerdo,
no harían falta tantas leyes. Es como eso de la seguridad. Si la gente fuera
más decente, no harían falta alarmas, ni policía, ni contraseñas, ni qué sé yo.
Que no es más seguro el pueblo que tiene más policías ni más justo el que tiene
más leyes, vamos, creo yo.
- Crees bien. Y yo lo que creo
es que te llevarías muy bien con mi maestro.