sábado, 4 de enero de 2014

EL MERCADER Y EL POSADERO


                Un buen café caliente después de ordenar los libros y dejarlos en la furgoneta. La fonda de este pueblo está muy cerca del recinto del mercado. Nos conocemos. Me han comprado algunas guías de excursiones de la zona para tenerlos a disposición de sus clientes. La persona que regenta el negocio es un lugareño desenvuelto y afable. Le llamamos Poldo. Tiene un gran instinto para llevar la conversación por veredas seguras, pero fuera del marco de la relación con sus parroquianos, cuando su lengua se desata es propenso a la fina crítica y a un intenso sentido práctico. Hoy estamos solos.

                - ¿No ha venido Sofía?
                - No ha podido. Tenemos al maestro un poco desentonado.
                - Será la edad.
                - Si tú supieras…
                - ¿Y qué le pasa? ¿Algún resfriado?
                - Algo peor: está perdiendo la vista. Y la poca que le queda la malgasta en la lectura.
                - Es irónico que digas eso, señor librero.
                - Lo digo con no poco dolor. Le hemos explicado que podemos conseguirle audiolibros, pero dice que no es lo mismo y que los que realmente le interesan no están editados en ese formato. Algunas veces Zenón se presta a leerle. Yo no tengo tanto tiempo. Y Sofía menos.
                - Debe de ser duro para él.
                - No quiero ni pensarlo.

                Poldo seca copas en la barra mientras hablamos. Pronto vendrán los clientes a comer. Es domingo y el mercado atrae a la población del entorno. El frío hace el resto.

                - No quiero ser indiscreto, Emilio, pero tengo curiosidad por saber cómo acabó lo de esa chica.
                - Pues no lo sé. Zenón no ha vuelto a acompañarme y no le he preguntado. A mí me pareció una excelente persona.
                - Lo es. Ahora hace días que yo tampoco la veo.
                - Encuentros fugaces. Tú debes de ser testigo de más de uno aquí adentro.
                - Tendría para más de un libro.
                - Todo es empezar.
                - Yo no sé escribir, amigo. Cada uno a lo suyo. A mí me toca alimentar los estómagos y a ti las almas. Mejor que no intercambiemos los papeles.

                El menú del día es suculento. Al final escojo -y es difícil- un buen estofado, de primero, y  unos calamares rellenos, de segundo. Anna, su mujer, es una excelente cocinera.

                - No me has dicho cómo va lo del permiso para la terraza.
                - Oh, ese tema acabará conmigo. Los del ayuntamiento se han empeñado en que tengo que poner una plataforma de cemento en el jardín. ¿Puedes creerlo? Con lo bonito que tiene mi mujer este jardín, que es la envidia de todo el que pasa. ¿Cómo voy a estropearlo de esa manera?
                - ¿Es muy rígida la normativa municipal?
                - No me hables de las leyes. Las leyes son la muerte del diálogo. Si la gente fuera capaz de ponerse de acuerdo, no harían falta tantas leyes. Es como eso de la seguridad. Si la gente fuera más decente, no harían falta alarmas, ni policía, ni contraseñas, ni qué sé yo. Que no es más seguro el pueblo que tiene más policías ni más justo el que tiene más leyes, vamos, creo yo.
                - Crees bien. Y yo lo que creo es que te llevarías muy bien con mi maestro.