Podría
describirse de este modo: fue exactamente como sufrir el síndrome del miembro
fantasma. Toda vez sobrevenida una amputación uno continúa sintiendo ese
miembro como si todavía estuviera ahí. Jean Jacques acababa de abandonar el
plano de la manifestación física, pero resultaba imposible evitar que nuestras
mentes le concedieran un tiempo que ya no le pertenecía. Seguíamos sintiendo palpitar
su presencia.
No era extraño:
se trataba de su segunda muerte. La primera fue un grito, una explosión de
fragilidad, un arrebato inconsciente, o tal vez la inmolación consciente de un
personaje con todos sus deméritos y contrariedades. Prorrumpió en un estallido
que le proyectó hacia un nuevo compromiso, hacia un tiempo de cruentas colisiones
entre pasado y futuro. En aquella ocasión me arrastró con él.
Pero
esta vez es distinto. El maestro –estoy seguro- ha columbrado un grado de conocimiento
superior. Y cuando el conocimiento es superior, no hay palabras que lo puedan
describir, ni formular. Por ello, en esta ocasión el maestro se ha desnudado
del verbo. Se ha vaciado de verbo. Se ha silenciado.
Podemos
admitir que hemos perdido la voz directa, la resonancia física, el continente
y, sin embargo, perdura el contenido, la sustancia, la comunión. De tal modo
que cuando hoy pensamos, cuando hoy expresamos nuestras ocurrencias, cuando hoy
sentimos, no podemos decir que lo estemos haciendo nosotros solos. Quiero
pensar que seguimos trabajando juntos: co-laborando, co-operando.
Quiero
pensar en ello, pero las palabras se adueñan de todos y cada uno de mis pensamientos
y, lo sé, alteran mi lealtad. Por ello, firmemente, me abandono a la
meditación. La mano del maestro me despoja, me sumerge, íntegro, bajo el
mantillo confortable y fértil del lenguaje, hacia la raíz, hacia la médula,
hacia la intuición primigenia, hacia la poesía.
Yo
hemos
muerto
nuevamente.