Todas las despedidas se ocultan en la noche, donde
nos saben firmemente vulnerables. La noche de Jean Jacques, la noche de Emilio,
la noche de la soledad y de la ausencia, de la impotencia, de la desesperación.
Había
contado las horas, las respiraciones, los murmullos. Y ya no creía que
despertaría. Había anotado frases aparentemente inconexas de sus sueños para
descubrir después que eran versos, que se comunicaba conmigo.
No eran
versos de despedida; eran versos de esperanza. ¿Qué hacer con un hombre que
está donde desea? ¿Cómo despertarlo para hacerle regresar si estaba
descubriendo algo más allá de la vida y de la muerte?
La
noche de sus sueños era la despedida; la despedida entre el maestro y el
alumno. Él me dictaba su esperanza. Yo recogía los versos entre la
desesperación.
Fueron días
grises, húmedos. La calle estaba insólitamente bulliciosa, como si la fiebre se
contagiara por las calles. La frente de Emilio también sufría.
Aquellos
días Zenón se ocupaba de los quehaceres de la casa y del pequeño negocio
ambulante de su padre. Siempre que podía, me acompañaba en los cuidados de
Emilio, pero no mostraba preocupación.
Hasta
que una tarde empeoró manifiestamente. Zenón estaba lejos. Le avisé por
teléfono para que regresara lo antes posible y me dijo algo que no olvidaré
nunca: “Tal vez debas ayudarle a nacer a una nueva vida”.
Después
de tres o cuatro horas de lucha, y antes de que llegara su hijo, Emilio dejó de
respirar, quedó en silencio. No puedo negar que percibí claramente el aroma de
la serenidad, supongo que había llegado a un cierto estado de aceptación. Besaba
su tibia mejilla cuando Zenón entró por la puerta. Me vio y comprendió. Se
acercó a su padre, lo tomó de la mano y le dijo: “Ya estoy aquí, papá. Ya estoy
aquí.” Sus lágrimas asomaban sin rubor. No recordaba haber visto llorar a mi
hijo siendo adulto.
Pero
entonces dirigió su mirada hacia mí con un gesto de sorpresa. No entendí. Me
mostró la mano de su padre, que agarraba la suya. Emilio tomó aire
profundamente.