Hasta
hace unos días había llegado a dejarme vencer por la complacencia. Tenía la
sensación de que existía un orden en nuestras vidas al que sólo hacía falta empujar
levemente para que la inercia continuara guiando su rumbo. Hablo de esa
seguridad que se siente cuando todas las personas importantes que te rodean son
el baluarte que defiende tu casa y tu persona, y tienes la completa certidumbre
de que van a seguir estando ahí mañana.
Pero de
pronto hay un mañana en el que falta alguno de estos baluartes.
No me
sentía más insegura. No se trata de eso. Sentí que había perdido algo cuando ya
no tenía conciencia de que lo había ganado en algún momento. Teníamos a Jean
Jacques y eso era algo que no se cuestionaba. Tal vez uno deja de merecer lo
que atesora cuando ya no tiene la impresión de que tiene que luchar por ello
cada día.
He
recordado estos días cómo llegué a desear el nacimiento de mi hijo, de Zenón.
Estaba dispuesta a luchar por él con toda mi alma. Me sentía poderosa y, a la
vez, incompleta. Sabía perfectamente lo que quería y lo deseaba con una
intensidad extraordinaria.
Y esto
me ha hecho pensar en el poder de los deseos, en cuánto somos capaces de
superar cuando luchamos firmemente por conseguir algo. ¿Por qué toda esa
energía se extingue cuando nos sabemos en posesión de nuestro objeto?
¿No sería
más conmovedor, más bello, despertar cada día con el deseo de volver a
conseguir el amor de mi hombre, o permitir que renazca de nuevo cada mañana mi
sentimiento de ser madre? Y luego, al renovar
la emoción de conseguir algo tan deseado, al merecerlo sinceramente,
agradecer los dones que la vida nos otorga. Enumerar en largas letanías de
gratitud cada uno de ellos, desde el más insignificante hasta el más sublime.
Y, de
ese modo, evocar la magnitud de su presencia un poco más. Proteger a la
excelencia del olvido. Y perseverar.