Perder
al maestro fue como alterar la química del yo, de mi yo, de nuestros yos.
Probablemente se trataba de ese fenómeno que llamamos soledad: una súbita
desconexión de nodos, un navegar a la deriva a bordo de un bote sofisticado sin
encontrar las instrucciones de uso.
Bien
entendido, era admitir que somos cuando “somos”; en contraposición a un insensato
soy y sólo soy, ridículamente solitario
y desvalido que, debo admitirlo, me
hacía sentirme como un falsario. Afortunadamente fue ganando peso la
convicción, la revelación de una especie
de herencia de compromiso: las instrucciones de uso estaban en el cajón
equivocado y teníamos que apremiarnos a pilotar la nave.
En toda
mudanza hay algo que nos deshabita y algo que se avizora. Sofía se dio cuenta
antes que yo: mucho de lo que habíamos perdido con la marcha del maestro se
comenzaba a manifestar en algunos cambios evidentes en Zenón. No fue tanto el hecho de que quisiera
acompañarme con nuestra librería trashumante, ayudar en todo lo que pudiera en
casa, concedernos en el trato diario algo más de locuacidad o mostrar una
inusitada prevención en todo lo referente a economía familiar. Se trataba de
algo más profundo: había interpretado la secuencia de acontecimientos como un
desafío personal.
Percibí
íntimamente cómo Sofía se rendía a la belleza de aquella transformación. Del
mismo modo en que me sentí empujado por su fortaleza a ocupar un nuevo estatus.
Y así fue como fuimos adquiriendo cada uno de nosotros una nueva personalidad
confeccionada de girones algo maltrechos de lo que había sido la influencia de
Jean Jacques en nuestras vidas.
Al fin
y al cabo uno es lo que es, o lo que cree que es. Pero no es menos lo que los
demás ven en uno. Y nosotros, tal vez,
veíamos en nuestro maestro lo que él trataba de mostrarnos de nosotros
mismos.
De lo
que no cabe ninguna duda es que aquí comenzaba una nueva historia y dicha
historia no iba a ser menos merecedora de ser vivida que de ser contada.