Algunas
palabras del maestro, lo recuerdo, entraban por mi ventana como un vendaval
gélido y furioso. Irrumpían cruelmente,
agitaban y desnudaban mi ego de esa confortable
complacencia que tan a menudo lo arropa.
Otras
repercutían como un goteo constante. Y cuando digo repercutían es que no dejaban
de percutir y repercutir con suma tenacidad en ese rincón íntimo, que arrostra
las más impúdicas renuncias.
Pero
las que más he temido, las que más me inquietaron apenas se escuchaban, acudían
de lo más profundo, eran la sombra de un ahogado susurro, la inflorescencia de una
letanía, como tañidos depositados en el mismísimo
sudario.
Con
gran solemnidad eran depositadas una a una en la espesa papilla del silencio.
Con gran carestía íbanse asociando, trenzando pensamientos.
Pero
ahora no le oigo. Miro a Emilio atónita, indignada, asustada. Zenón guarda
silencio al fondo de la alcoba. Y aunque retengo todavía su mano con fuerza, sólo
se siente latir el eco de sus últimas
palabras:
“Cuanto
más soy conocimiento, menos soy vida. El tiempo decantado nos instruye y
ejecuta a la vez la decadencia. Tenéis mis bendiciones. Ahora dejad que la vela
de mis temores y mis contradicciones se vaya apagando. Debo descansar.”
Con
gran delicadeza beso su mano, que ya descansa. Y voy sumando lánguidamente a mi
desconsuelo los primeros minutos de su ausencia.