Después
de aquellos formidables años educando a Emilio, yo mismo había experimentado un
cambio profundo. Mientras fundamentábamos su espíritu, mis largas jornadas de
preparación, reflexión y proyección me habían obligado a tolerar de mala gana
la presencia de un incómodo desconocido: mi propio yo.
No cabe
duda de que era un rasgo de inmadurez sentirse afectado por aquella permanente
réplica enojosa. Hubiera preferido disponer de una verdadero alter ego de
identidad inequívoca, ajeno a mis padecimientos, una personalidad fuerte con quien
poder contrastar mi labor: mis dudas y mis aciertos. En todo caso, no debía de
ningún modo demostrarle a mi alumno aquella debilidad, ya que éste no podía
representar en absoluto semejante papel.
Contábamos
ya meses, si no años en aquella cabaña, tan aislados de la metrópoli, como
atrapados en un medio de extraordinaria exigencia, cuando toqué fondo. De tal
modo el rigor de la soledad había desnudado mi alma que en una noche de
insomnio, podría decirse que al verla frente a frente, tuve miedo.
Decidí
marchar unos días, dejando a Emilio al cargo de nuestras exiguas propiedades.
Marchar sin rumbo fijo, con el objetivo de recuperar la cordura, el equilibrio.
Tal vez porque la única manera de saber realmente quiénes somos es enfrentarse
a la imagen que los demás tienen de nosotros, acabé recalando en la ciudad. Los
primeros días me hospedé en una pequeña fonda, junto al lago. Di unos paseos
alrededor de éste, aproveché para recuperar mis tradicionales herborizaciones, busqué el calor del mercado, atendí a
tertulias de café, me encontré con antiguos amigos y enemigos. Hasta esto puede
ser reconfortante en tales circunstancias. Pero lo más significativo ocurrió el
quinto día.
En uno
de mis paseos, algo alejado de la villa, llegué a las cercanías del molino y
allí, en una especie de plazoleta amenizada por el chapoteo de una magnífica
fuente, vi a una criatura espléndida: una muchachita de unos nueve o diez años,
la misma edad de Emilio, abstraída en la lectura de un libro. Me acerqué, la saludé
y le pregunté qué leía. “Son unas fábulas, señor”. Le pregunté si le gustaban. “Oh,
sí, ya lo creo. Me gusta mucho leer y también ir a la escuela”
La niña
era tan bella, que dolía. Estuve a punto de llorar allí mismo y no sé muy bien
si de alegría, de admiración o de rabia por no tener yo también nueve o diez
años. Pero desde el primer momento se me hizo evidente que había encontrado una
compañera para mi alumno. Ella, evidentemente se llamaba Sofía.
Pero
también ocurrió algo inesperado: mi yo profundo, mi yo desnudo, manifestó una
especie de aquiescencia, de alivio, al comprender que educaría tanto a Sofía como
a Emilio, que ambos alcanzarían pronto un grado de madurez suficiente para
afrontar los riesgos de convertirse en mi alter ego.
Y así
fue. Tras unas semanas alojado en el propio molino, conviviendo con su familia,
decidimos que debían conocerse. El encuentro fue exitoso, como se puede
imaginar.
Crecieron
juntos, fueron brillantes, rigurosos, críticos, alegres. Me educaron, en su
simplicidad, más que cualquier universidad a la que pudiera haber asistido.
Aprendí a aceptarme tal como me veía en ellos. Descubrí cosas de mí mismo que
desconocía. Investigué con ellos las técnicas del cultivo del yo. Hasta que un
buen día, después de años de dicha y esfuerzo, decidieron continuar una vida
juntos.
Pero ya
entonces mi soledad estaba plena. Ellos partieron. Yo me quedé en la cabaña. Y
no supe nada de su suerte hasta que ocurrió el maldito accidente.