Descoloridos
por el tiempo, aquellos hombres y mujeres cargan todavía con todo el dolor de una
amarga centuria.
Hay una maldición más infecta que la guerra, que
es peor que haber vivido como un despojo entre combates, peor que morir una vez,
peor que quedar atrapado en una fotografía y eternizar ese dolor.
La
maldición de verdad es haber sido olvidado. La maldición de verdad es ver desde
el otro lado cómo nuevas levas de desgraciados ven humillada y violada su
humanidad una y otra vez. Una y otra vez.
De
entre todo aquello que aconteció mientras Jean Jacques y yo flotábamos en una desesperante
sopa de letargo más allá de todo tiempo, nada nos impresionó más, al regresar, que
el relato de las guerras modernas.
Ha
cambiado la manera de matar, sí. Es lejana y cobarde. Es masiva. Es anónima. Es
aséptica.
Pero no
ha cambiado la manera de morir. En ella no hay diferencia de raza, de
sexo, de edad, ni de época: todos acabamos
siendo iguales ante la muerte. Entonces ¿por qué la guerra?
Sabed
que la lengua de los muertos es una, una sola; que la patria de los muertos es
una, una sola; que la raza de los muertos es una, una sola.
No
dejéis de escuchar cómo susurran con la voz quebrada por el agotamiento; ejércitos
de miles de millones de víctimas suplicando no ser olvidadas. ¿Puede haber algo
más triste? Me temo que cien años no han sido suficientes para entenderlo.
Honremos
pues su memoria con nuestro compromiso día a día y seamos dignos de una vida que
ellos no pudieron ni soñar. Aunque el rubor de la vergüenza haga temblar
nuestra voz al proclamarlo.