domingo, 24 de agosto de 2014

JULIO CORTÁZAR EN EL CUADERNO DE ZENÓN


           «Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire... »

Carta a una señorita en París
(Bestiario)
Julio Cortázar
1951

jueves, 14 de agosto de 2014

SALVADOR PÁNIKER EN EL CUADERNO DE ZENÓN


           «Parece demostrado que el animal humano aprendió antes a cantar que a hablar. Digamos que la música es más originaria que el habla. De modo que la palabra tiende a la música, y la música realimenta la palabra. […] Todos los pueblos analfabetos cantan y sus canciones son la memoria de sus gentes. No hay acto ritual sin música. Pero también la poesía precede a la prosa. […] La poesía no es un adorno del lenguaje, sino el fundamento mismo del existir humano.»

Asimetrías
2008


lunes, 4 de agosto de 2014

EL CULTIVO DEL YO

                Después de aquellos formidables años educando a Emilio, yo mismo había experimentado un cambio profundo. Mientras fundamentábamos su espíritu, mis largas jornadas de preparación, reflexión y proyección me habían obligado a tolerar de mala gana la presencia de un incómodo desconocido: mi propio yo.
                No cabe duda de que era un rasgo de inmadurez sentirse afectado por aquella permanente réplica enojosa. Hubiera preferido disponer de una verdadero alter ego de identidad inequívoca, ajeno a mis padecimientos, una personalidad fuerte con quien poder contrastar mi labor: mis dudas y mis aciertos. En todo caso, no debía de ningún modo demostrarle a mi alumno aquella debilidad, ya que éste no podía representar en absoluto semejante papel.
                Contábamos ya meses, si no años en aquella cabaña, tan aislados de la metrópoli, como atrapados en un medio de extraordinaria exigencia, cuando toqué fondo. De tal modo el rigor de la soledad había desnudado mi alma que en una noche de insomnio, podría decirse que al verla frente a frente, tuve miedo.
                Decidí marchar unos días, dejando a Emilio al cargo de nuestras exiguas propiedades. Marchar sin rumbo fijo, con el objetivo de recuperar la cordura, el equilibrio. Tal vez porque la única manera de saber realmente quiénes somos es enfrentarse a la imagen que los demás tienen de nosotros, acabé recalando en la ciudad. Los primeros días me hospedé en una pequeña fonda, junto al lago. Di unos paseos alrededor de éste, aproveché para recuperar mis tradicionales herborizaciones,  busqué el calor del mercado, atendí a tertulias de café, me encontré con antiguos amigos y enemigos. Hasta esto puede ser reconfortante en tales circunstancias. Pero lo más significativo ocurrió el quinto día.
                En uno de mis paseos, algo alejado de la villa, llegué a las cercanías del molino y allí, en una especie de plazoleta amenizada por el chapoteo de una magnífica fuente, vi a una criatura espléndida: una muchachita de unos nueve o diez años, la misma edad de Emilio, abstraída en la lectura de un libro. Me acerqué, la saludé y le pregunté qué leía. “Son unas fábulas, señor”. Le pregunté si le gustaban. “Oh, sí, ya lo creo. Me gusta mucho leer y también ir a la escuela”
                La niña era tan bella, que dolía. Estuve a punto de llorar allí mismo y no sé muy bien si de alegría, de admiración o de rabia por no tener yo también nueve o diez años. Pero desde el primer momento se me hizo evidente que había encontrado una compañera para mi alumno. Ella, evidentemente se llamaba Sofía.
                Pero también ocurrió algo inesperado: mi yo profundo, mi yo desnudo, manifestó una especie de aquiescencia, de alivio, al comprender que educaría tanto a Sofía como a Emilio, que ambos alcanzarían pronto un grado de madurez suficiente para afrontar los riesgos de convertirse en mi alter ego.
                Y así fue. Tras unas semanas alojado en el propio molino, conviviendo con su familia, decidimos que debían conocerse. El encuentro fue exitoso, como se puede imaginar.
                Crecieron juntos, fueron brillantes, rigurosos, críticos, alegres. Me educaron, en su simplicidad, más que cualquier universidad a la que pudiera haber asistido. Aprendí a aceptarme tal como me veía en ellos. Descubrí cosas de mí mismo que desconocía. Investigué con ellos las técnicas del cultivo del yo. Hasta que un buen día, después de años de dicha y esfuerzo, decidieron continuar una vida juntos.
                Pero ya entonces mi soledad estaba plena. Ellos partieron. Yo me quedé en la cabaña. Y no supe nada de su suerte hasta que ocurrió el maldito accidente.